Los niños y yo siempre hemos tenido una relación especial, como si un imán me llevara a ellos y sus juegos, a ellos y sus risas simples y fáciles, a ellos y a esa inteligencia que un día tuvimos y luego, poco a poco, con la vida y sus heridas, fuimos perdiendo sin detenerla. Me encantan los niños, y cuando estoy con ellos, yo misma soy una niña, el Peter Pan cuya experiencia sirve para enseñarles juegos que se les ocurrieron a otros niños en tiempos lejanos, que tampoco sabían que crecerían. Wendy es siempre otra persona, a mí me pueden encontrar a bordo del barco pirata, preguntando al capitán qué hacemos si vemos un cocodrilo, o tirada en la hierba, entre risas, mientras ellos deciden hacerme bolita.
De todos los niños con los que he jugado, pocos me han salvado más de la tristeza y el desamparo que los que conocí durante la pandemia. La pandemia significó para cada uno algo distinto, para la mayoría trajo el miedo y el horror, el encierro y el desamparo que yo había estado sufriendo por años. pero yo ya tenía mucha experiencia en esas emociones, así que, pobre y todo, nada más no llegó el horror, el escalofrío por la muerte. Después de tanto tiempo de llorar en silencio al pensar en la muerte horrible que me esperaba si me encontraban los perros rastreadores de dos patas, ¿qué podía importarme que me matara una enfermedad, en mi cama, donde mi madre supiera que yo estaba ahí, y no sufriendo en alguna otra parte? El miedo de ser perseguida terminó liberándome del miedo a la muerte.
Además de mi falta de temor a morir de enfermedad, estaba el extraño (y aún incomprensible) hecho de que con la pandemia dejaron de perseguirme. Tal vez habían encontrado algo mejor en qué ocuparse militares y policías, lo cierto es que durante los primeros tiempos del COVID yo pude salir a mis anchas y vivir, por un tiempo, como vive la gente normal. Abrieron la jaula y dijeron “hora del recreo”. Tardé un tiempo en creerlo, pero cuando fue evidente que había salido de la lista de intereses gubernamentales, decidí hacer lo que alguien como yo hace a la hora del recreo: jugar como enajenada, reír y divertirme.
No fue así como sucedió todo, por supuesto. Lo primero que pasó fue que tenía miedo a morir de hambre, ahora que el plan familiar de vender palomitas en los camiones se había ido al garete por la cuarentena, y acababa de descubrir que tenía amnesia, lo que me había vuelto una desconocida incluso para mí y hacía que me lastimaran por dentro los pedazos rotos de lo que alguna vez había sido yo misma. Estaba desesperada, y como budista desesperada me fui al parque y me acomodé en el lugar más propicio que encontré: un juego que parece montañita. Me senté y decidí no moverme de allí, como Buda, hasta que llegara la maldita iluminación o me matara un meteorito, que era lo único que, en mi opinión, me faltaba para enloquecer.
No llegó la Iluminación exactamente, sino que tres días después, se crea o no, llegaron los niños. Primero una pequeña, curiosa, que fue a sentarse a mi lado a preguntarme qué estábamos mirando. Se puso a platicar conmigo como si me conociera de toda la vida. y luego trajo a sus amigos, una pequeña pandilla de unos ocho púberes que felizmente no habían descubierto aún que se les estaba acabando la infancia.
Yo gocé con ellos la infinita algarabía de esa niñez que se les escurría entre los dedos, los últimos estertores de libertad pre hormonal, y jugamos a los encantados en todas sus variedades, y a la cuerda y a hacer pasteles. Los adultos de mi vecindario, que siempre me habían visto como alguien razonablemente normal (no sabían que mi nombre en internet es @locasinloquero), estaban extrañados. La pandemia fueron tiempos raros, pero yo era la única de más de treinta que se estaba divirtiendo y en grande.
Luego el gobierno logró tener un poco de orden durante la pandemia y se acordó nuevamente de mi existencia. Volvieron los espías y las amenazas, incluso, aunque en menor medida, las persecuciones. Todo volvió a su sitio mientras mis amiguitos descubrían, con total horror, que yo era un adulto, lo que no se tomaron bien por algún tiempo. Les parecía una traición que yo me pareciera tanto, tan repentinamente, al enemigo.
Hoy, dos años después, ellos han crecido. algunos comienzan a hacerlo. La más grande de ellos me habló un día porque quería platicar. Tomamos un café y desde entonces nos vemos todo el tiempo. Estamos emocionadas porque en la esquina de la casa han abierto una pista de patinaje y ayer otra de ellos se acercó, recelosa y tímida, a contar que un niño le gusta, y que él también está comprometidísimo en el asunto de enamorarse. Yo las veo con la sonrisa en los ojos, feliz de escuchar sus historias y su música, ¡las quiero tanto! ¡les debo tanto! recibieron sin saberlo una vasija rota y con sus juegos, y sus risas y los pasteles la fueron uniendo, me recordaron quién era yo, en mis inicios, cuando no había vivido aún el inframundo de los infiernos. Ahora son ellas las que se rascan la cabeza y me preguntan cómo puede la gente sobrevivir al primer amor que decide marcharse. Yo les digo lo que sé, y sonrío: esas cosas se resuelven patinando, y jugando a los encantados.
¡Vaya! Fueron momentos muy duros, pero cómo dicen por ahí “después de la tormenta llega la calma” me alegra que ahora estés algo mejor y espero que esos espías no regresen nunca más. Además, ese suceso con los niños me hace acordar de cuando era chico (12-14 años) siempre jugaba con niños muy menores, después perdí la gracia… el mundo nos vuelve duros.
Pues los espías no se han ido, Gatito, pero ya me acostumbré a vivir con ellos. Y a ser feliz mientras finjo que no me entero. Jugar con niños o sin ellos siempre es una buena práctica, que mantiene el músculo de la felicidad aceitado, deberías intentarlo 😉
saludos!