Cuando yo era niña y me preguntaban qué quería ser de grande, contestaba que astronauta, pero no era cierto. Pocas cosas me parecían más aburridas y tediosas, por ejemplo, que leer a Julio Verne, al que confieso que nunca le encontré la gracia y que nunca me pareció otra cosa que el autor de libros en el estante que está porque siempre ha estado y a los otros parece gustarle. No, yo quería ser luchadora social, activista, revolucionaria. La culpa era de Mafalda, cómic que leí una y otra vez durante toda mi infancia (y que sigo leyendo cada que la vida se vuelve insoportable), y que me hizo querer ser de grande, cuando tuviera ocho años, o Libertad o Mafalda. Apenas podía escribir cuando mi mamá tuvo que detenerme en mis intentos de hacer una manifestación en la unidad contra el grupo pop de moda porque nos quemaba el cerebro. No fue fácil detenerme, porque ya llevaba yo como media pancarta. Tenía 6 años.
Sin embargo, cuando llegué a la secundaria, había superado la etapa de hacer mítines y pancartas. Mi papá trabajaba en el gobierno, y con conocimiento de causa me había explicado que las marchas las hacen los políticos para pelearse con sus adversarios. Y que los que están abajo, insolándose y dejándose la garganta en el griterío, están siendo penosamente utilizados por el sistema, y se encuentran lejos de lograr cambiar algo verdadero. Además yo creía en la democracia, tanto como creo ahora, y los movimientos sociales que estaban a disposición de nosotros (los estudiantiles) habían hecho fraude electoral en la Escuela Nacional de Música, donde yo estaba, para decidir ir a la huelga, así que habían perdido todo apoyo posible de mi parte. Puede que tuvieran razón, y en gran parte la tenían, hoy lo entiendo, pero la razón no se impone por la fuerza al pueblo, a la mayoría, porque así empiezan todas las dictaduras. Con la democracia no se metan, ha sido el grito de guerra de mi vida, y para mí se aplica lo mismo a derecha, izquierda, centro y a los que se hicieron a un ladito. Con la democracia no, porque uno tiene que creer en algo y arriesgarse a estar equivocado. Yo creo que la gente en su conjunto ni es mala ni es imbécil, más bien todo lo contrario, y que la estupidez de unos y la maldad de otros se compensa con la inteligencia y la bondad del resto. O al menos, dadas las incontrovertibles evidencias de que eso no está sucediendo hoy, que se pueden crear las circunstancias para que esto suceda.
Ya que mis energías revolucionarias no estaban entonces con los estudiantes organizados, me dediqué a estudiar y a pensar qué iba a hacer de mí en el futuro. Confieso que a los diecinueve años mi espíritu incendiario se había disipado un poco, ocupada como estaba lidiando con mi familia horrible, mi enfermedad mortal e incurable, los dos años de sepelios, uno tras otro, las tareas, los exámenes y aquél individuo de ojos amarillos que consumía mi felicidad, mi fuerza y mi encanto en eso que entonces llamaba ”amor”, y que hoy llamo enfermedad mental que casi me mata. Estaba ocupada viviendo (o sobreviviendo), y lo hacía con gozo porque había decidido que iba a cambiar al mundo desde adentro. Esa frase era de mi papá, el funcionario de Estado que no renunció a su trabajo tras la masacre del ’68, que compró su casa, y tuvo sus mujeres, sus hijitos, su coche y su perro mientras en la sierra los militares estaban cazando estudiantes y buenas personas, que hablaba en la sobremesa, en carísimos restaurarantes, de ser como Cristo, mientras sacerdotes y guerrilleros estaban siendo desaparecidos por hacer justo eso. Papá creía que hacía algo bueno por la gente no robando y haciendo su mejor esfuerzo porque tuvieran una buena calidad de vida, y yo lo creía también en aquel entonces, pero no era cierto. Lo que estaba haciendo era lograr que la gente estuviera cómoda cerrando los ojos y alegrándose de que mataran ”a los revoltosos” que venían aquì, los muy idiotas, a querer ayudar al pueblo (¡Con esas fachas! ¡Que se pongan traje y corbata primero!).
Para los veintidós años me quedaba claro que, si bien no tenía idea de cómo iba a cambiar el mundo, la solución no estaba en seguir los pasos familiares y meterme a la nómina de los funcionarios de Estado. Sobre todo, había decidido dejar Ciencias y sus recovecos tétricos y llenos de alcantarillas y gritos de animales asesinados, para irme a ser escritora, pero haciendo una escala en Historia para averiguar de qué iba el mundo y cuál era el problema que nos tenía tan hundidos.
Como escritora aprendí mucho y aprendí rápido: los escritores se mueren de hambre porque, por presión social, timidez o pedantería, depende del caso, se encierran en sus pequeños círculos intelectuales, que por definición son diminutos y por tanto no son un buen mercado ya que terminas vendiendo quince libros entre tus amigo y familiares piadosos y eso es todo. Que no es cierto que a la gente no le guste la poesía, lo que pasa es que la poesía se disfruta más, mucho más, si te la leen en voz alta; y que darle palabras a la gente, leer poesía en la calle y para ellos, es una acción sumamente revolucionaria. El ambiente cambia, la comunidad empieza a sonreírse, a mirarse diferente, con cariño y complicidad porque lloraron juntos y por el mismo poema. Y la policía no tarda en aparecer para quitar el foco revolucionario de cambio social llamado ”poeta”. Trabajé mucho ese año, y me corrieron de cuanto lugar visité: la Zona Rosa, Avenida Juárez, Madero , Coyoacán, Mérida… siempre terminaban apareciendo los policías para levantarme. En Mérida decidimos luchar los artesanos y yo, y hay que decir que tiene su mérito haber logrado que corrieran a cinco equipos de inspectores de mercados antes de lograr quitarnos. También me amenazaron con llevarme a un cuartito de la parte de arriba de un mercado. Y descubrí que tengo una habilidad innata para hacer mítines: ni siquiera necesito escribirlos. Pienso dos minutos y comienzo diciendo algo como (cito): ”hoy la Poesía está de luto, porque la están arrancando de sus calles”. Ojalá hubiera vídeo de aquel discurso, porque fue tan bueno que nos valió salir en los periódicos, ser amenazados y acabar fichados por el gobierno federal. Pero al final compraron a varios compañeros para que me sacaran del movimiento porque ”era de artesanos y yo era escritora, no artesana”. Han pasado trece años y aún no hay artesanos en la Plaza Grande.
La poesía en la calle está muy bien, va en el sentido correcto del cambio, pero la conclusión es que no podrá estar ahí permanentemente, como se necesita, mientras la calle no pertenezca a la gente, mientras haya policías que puedan ir a sacarte y quitarte como a un criminal (crímenes poéticos, dirán que he cometido…) mientras la gente observa, enojada pero silente, como te dejan (otra vez) sin trabajo. Y a ellos sin poesía.
De este Revolucionómetro concluyo que las redes sociales son más potentes que la poesía en la calle. Y que si Twitter es una metralla, el blog es un bomba. Porque por lo que escribí en Twitter me amenazaron, sí, pero me dejaron caminar por las calles y vivir mi vida, asustada pero libre. Por lo que escribí en mi blog tuve que esconderme cuatro años, me pusieron redes y redes de espionaje (aún activas) y me persiguieron con saña dos sexenios. Aunque sospecho que lo que escribo hoy ya empieza a dar sus resultados y las nuevas amenazas se deben más a lo que estoy diciendo. Vamos bien. Eso es bueno.
Este texto ha sido largo, ya lo sé, pero es porque tengo algo que decir y no podía hacerlo sin explicar todo lo anterior. En el camino de lucha social se pierden mil batallas, y cada una de esas veces que no conseguí triunfar, que me quitaron mi trabajo, mis sueños y mis esperanzas, que me dejaron sola y que parecía que el Estado iba ganando, me derrumbé y lloré y me sentí sola y miserable. Si no me suicidé es porque creo en la reencarnación y en que el suicidio es la mejor manera de conseguirte una terrible siguiente infancia. Pero como todo luchador social que se respete, he caído, me he revolcado en mi miseria, los he odiado a todos… y luego me he levantado, me he limpiado el polvo de las rodillas y me he sentado a pensar ¿en qué fallé y en qué no?
La falla, me queda claro, fue pensar que se puede hacer algo para mejorar las cosas mientras haya Estado, centralización y monopolio. Pero también fue salir a dar golpes sin conocer al enemigo, sin estrategia de por medio. La falla es querer que la gente se mueva en una lucha que no es clara, que no dice qué vamos a hacer si ganamos. La gente es práctica, quiere saber en dónde van a estudiar sus hijos, qué van a hacer si a alguien le da cáncer, en dónde va a vivir, si la casa va a tener baño… y hasta que no se lo digamos, con pelos y señales, y hasta que no los convenzamos de que la casa de sus sueños en el barrio de sus sueños puede ser posible, nos van a seguir ignorando, o entregando, o viendo como feos sujetos gritones y molestos. Hacer la revolución, entiéndase, es ante todo una venta inmobiliairia. Esta es tu casa, este es tu parque, esta es la escuela de tus hijos y este es tu trabajo. ¿Te encantan? Pues únete a nosotros y tiremos al Estado.
¿Pero saben qué les digo? Que todos los que queremos cambiar al mundo conocemos la desesperación ante las batallas perdidas. El miedo de ver el tiempo pasar y seguir perdiendo, cada vez peor, cada vez más solos. La diferencia entre los nuevos activistas, entusiastas y bondadosos, y los revolucionarios de carrera larga, es que uno hace callo y se acostumbra a levantarse de la derrota. Mientras alguien, en alguna parte, se levante y vuelva a intentarlo, la guerra no se habrá perdido. Es una guerra de guerrillas, descentralizada, o como quien dice, aquí cada quien hace lo que se le ocurre para pegarle al monstruo. Y el monstruo no puede detener tantos golpes, se desespera, no puede pensar, enloquece. Y si seguimos así, pegando, pegando por todos lados, tarde o temprano caerá. Porque el Estado lleva tratando de esquivar los golpes trescientos años sin éxito. Somos la nueva oleada de picadores de ojos, de pateadores de pantorrillas. La diferencia con nosotros y nuestros abuelos es que en aquél entonces la gente no estaba harta del gobierno. Pero hoy sí. Y lo están porque el gobierno ha tenido que reprimir, violentar, censurar y disciplinar a la bola de luchadores, como nosotros, que no dejamos de golpear ni permitimos que tenga un segundo de paz para pensar en silencio.
Así que, hoy que por fin hemos logrado que parezca mejor la alternativa de una vida sin Estado que la de una vida con Estado, o al menos estamos cerca de lograrlo, les digo yo a todos, pero especialmente a mis amigos más amados, a quienes quieren rendirse y tirar la toalla, a quienes piensan que ya han dado demasiado, que uno no saca la bandera blanca al cuarto para la hora. Que si nos reprimen tan fuerte es porque estamos pegando duro, que no se rindan, compañeros, porque aquí la lucha sigue, y así como no se rindieron en las comunas del 1848 cuando los desalojaron, y no se rindieron en México cuando mataron a Zapata y agarraron a los Flores Magón, y nadie se rindió cuando la guerra acabó con los sueños de libertad de los años veintes, y nadie se rindió cuando vinieron las masacres en 1968, ni cuando mataron a Allende, a Luther King, a Lennon, a Lady Di, ni cuando hubo guerra sucia, ni cuando los narcos echaron bombas en Colombia, ni cuando colgaron muertos de los puentes en México, ni cuando fracasaron los activistas, los okupas, los del movimiento auto-gestivo, ni cuando los 43 desaparecidos de Ayotzinapa se volvieron una cifra diminuta comparada con la de desaparecidos de hoy en día, así nosotros encontraremos la fuerza para seguir adelante. Nadie se rindió, y murieron tantos en el proceso, que hoy no nos queda sino seguir vivos para acabar lo que ellos empezaron, porque si alguna esperanza tenemos de lograr cambiar las cosas, de vivir vidas dignas entre gente feliz y tranquila, de conseguir el triunfo, es gracias a que ellos no se rindieron. Así que adelante. Llorar las derrotas es válido, pero por poco tiempo, porque queda todo por hacer y, por primera vez en siglos, de hecho es posible que consigamos ganar esto.
Lupita:
Cuánta pasión hay en tus letras , supongo que la misma de tus ideales , de tu vida leer tus escritos en un domingo cualquiera me deja pensando en mis propias luchas
He decidido que el domingo es el día ideal de leerte , de tratar de comprender cada palabra, de sentirla aún que a veces no comprenda totalmente, vamos de darte tu tiempo para entender, para ser
Abrazos
Nora
Muchas gracias cariño!! me parece que estoy de acuerdo, el domingo es el mejor día para leer, pero aún así me siento infinitamente agradecida de que elijas leerme justo a mí. Siempre tiene algo de fin de ciclo, los domingos. El lunes limpiamos la bandeja, el trastero, y comenzamos de nuevo.
Te mando un abrazo lleno de luz princesa!
¡Vaya! La revolución si que corre por tus venas, una mujer luchadora en toda regla; excelente artículo.
Sí… no aprendo. A veces me siento valiente y no me arrepiento. Y a veces me pregunto por qué sigo adelante. Supongo que porque ya no sé hacer otra cosa, y porque hay un punto en que se trata de ganar o morir. Ahora mismo mi sentimiento al respecto se parece más a una resignación ante el hecho innegable de que no puedo evitar ser yo misma y de que tienen razón en perseguirme los que lo hacen. No me daré por vencida ni aún vencida, no me sentiré esclava ni aún esclava, trémula de pavor pensaré ser brava y arremeteré feroz, ya mal herida, siguiendo al ilustre Almafuerte. Qué vamos a hacerle.