Ay el amor. El amor es esa cosa parecida a un recuerdo que habita en mi mente. El amor y su mitología, su fauna incesante y siempre llena de polen: mariposas que revolotean, hormigas que recorren la piel, pájaros parlanchines que cantan diferente las viejas canciones. El amor, el jodido amor (escribí alguna vez) que con murciélagos y culebras viene a llevarse de un soplo la Primavera cuando decide, sin mi permiso, terminarse.
El amor está, últimamente, por todas partes, recordándome hasta el más pequeño de sus matices: la impresión pequeña y sutil de la mirada larga, del guiño compartido, de la sonrisa que fácilmente se vuelve carcajada sin que nadie tenga que aclarar el motivo de la risa: es obvio, se sabe, que hay algo cómico en la tonta en que me convierto, en el incómodo silencio del otro tonto que me mira aturdido sin saber còmo llegamos a tanto silencio. El amor que se derrite y se esfuma cuando en la conversación sale al tema que me sobran quince años, los mismos que al otro le faltan (con total falta de sincronía en un baile que exige un mínimo ritmo compartido). El amor que parecía serlo hasta que se vuelve aburrido, y entonces me detengo a pensar que podría estar haciendo cosas más interesantes que estar ahí, sentada. El amor al que se le acaban los chistes. El amor que me recuerda que, sin saber cómo, mi cuerpo ha dejado de ser tan joven como mi espíritu.
El amor, el jodido amor, que está acabando con la sonrisa de mis pequeñas amigas adolescentes. Una sonríe con la novedad de que un niño la pase del lado de la acera y le cargue los cuadernos, mientras la otra, todo dolor, la mira compasiva sin informarle, como ella misma acaba de descubrir, que ese amor tan lindo un día va a terminarse. El amor que tortura por la ausencia, que hace que vuelvan a mí aquellas pequeñas que no tiene mucho tiempo eran niñas, con lágrimas en los ojos porque no saben que sobrevivirán a este primer amor, y al segundo y al tercero (me ha mirado incrédula cuando le he dicho que la ventaja del segundo amor es que ya sabes que vendrá un tercero a quitarte el mal sabor de boca). Y aquí estoy yo, toda abrazos y cariño, arrullando los pobres sueños vapuleados de esos primeros amores de montaña rusa que uno desea porque ha olvidado lo feo que se sienten. Qué bonito es tener más de treinta y saltarte los dramas y los anuncios de finales del mundo que nunca acontecen cuando el amor se acaba. Saber que seguirás viva, y feliz, dure el amor o no dure. Que hay amores que duran poco, y sin embargo vale la pena vivirlos, porque son suspiros golosos en el viento que acompañan las tardes grises. Porque un buen recuerdo bien vale algún tiempo sufriendo la ausencia de ése al que se quiso.
El amor. Qué cantidad de guiños me ha hecho últimamente. Ha venido a mi, suspirando, insinuando e insistiendo en literalmente todos los tamaños, colores y sabores. Es como si de pronto alguien hubiera abierto la caja de perfumes y llegaran hasta mi todas las fragancias. Y a veces siento incluso ganas de sentarme a disfrutar, uno por uno, los exquisitos manjares, las historias mitológicas que me ofrecen.
Pero el amor no entiende mi predicamento. Porque en mi vida hay ya tantos problemas, tantas complicaciones, que apenas pestañeo vuelven a mi todas las razones que tenía hace tan poco para permanecer, cual triste estatua en el parque, insolada por el sol, siendo soporte inesperado de nidos, refugio secreto de amantes, sombra de señoras agobiadas por el cansancio, referencia pertinente a la hora del encuentro en el parque. Nos vemos junto a la estatua, dicen, y luego se sientan bajo ella y no vuelven a mirarla. Esa era yo: la estatua que tranquiliza porque todo cambia menos ella. De edad indefinida (a menos que me pregunten, y cada vez es mayor el espanto que hacen los otros cuando la digo en voz alta, tanto que estoy empezando a tener ganas de negarme a contestar a la dichosa pregunta), de sonrisa siempre firme, como la postura de los militares, de actitud tranquila que aparenta estar despreocupada.
¿Cómo podría ser otra cosa más que esa estatua en un mundo donde el suelo sigue siendo de arenas movedizas; donde mi teléfono sigue sonando, día tras día, con silentes amenazas; donde nada ha cambiado salvo yo, que por alguna razón he decidido volver a escribir así me deje la cabeza en el proceso, así pierda las manos, y la sangre y la vida? México sigue siendo México, tan lleno de peligros y de Guerras Frías, con sus millares de simpáticos canallas que me hacen reír con sus ocurrencias, pero que, me queda claro, no traen detrás de si primaveras sino puñales buscando mis espaldas? Y si no es así, cuando no es así, me dan compasión esos pobres suicidas que me ven contando sobre lo peligros de mi vida y sin embargo, con entusiasmo admirable, hay que decirlo, parecen estar dispuestos a recibir ellos lo que me he ganado yo con tanto ahinco. Mi soledad, mi miedo y mi miseria, que llevo con espíritu a medias estoico a medias budista, pero que no soy tan mala persona como para andar compartiendo con pobres inocentes que no saben en lo que se están metiendo.
El jodido amor toca a la puerta, y a la ventana. Llama al teléfono y se asoma por las calles. De pronto todo a mi alrededor parece querer hablar de ello. Al diablo las revoluciones, en el fin del mundo lo que importa, lo tenemos claro, es preservar la especie como podemos. Y sólo podemos enamorándonos y reproduciéndonos. O reproduciendonos y enamorandonos, no creo que aquí el orden de los factores sea en verdad relevante. Porque mientras más horrible es la realidad, más parece todo el mundo, yo incluida, tentado a olvidarla. Que me pille bailando el fin del mundo, como deseaba Sabina. Que me pille bailando y enamorada.
Pero ¿y si el mundo no se acaba?
Qué buen artículo, disfrute leyéndolo porque por todo eso he pasado, pero ahora quiero cerrarle la puerta al amor y jamás volver a ver, aunque sé que es algo imposible, es de esos que es capaz de romper puertas y cualquier tipo de barreras que se le pongan en el camino.
Jodido amor.
Sí, Gatito. Al amor no le importan ni siquiera mínimamente nuestras opiniones. Aparece donde quiere, el muy rebelde. Y le dice uno que se quite, y se instala. Y ahí estoy yo, como tonta, intentando darle sensatez a un corazón que no más no entiende. No creo que mis razonamientos vayan a mandarlo tan fácilmente como pensaba de vacaciones. Al día siguiente de que escribí esto salió un poema que deja claro que esta entrada en especial es, del todo y por completo, una farsa.
Jodido amor.