Como todos saben, soy mexicana y estoy muy orgullosa de serlo. Amo mi tierra, sus costumbres milenarias, su apertura. Hablar de México es hablar, por supuesto, de muchos Méxicos, porque aquí somos un crisol de mil culturas y de mil formas de ver la vida. Así que quizá deba aclarar que, orgullosa como estoy de ser mexicana, lo estoy aún más de haber nacido y de haber pasado la mayor parte de mi vida en uno de los lugares más tolerantes no sólo de mi país, sino del mundo, la Ciudad de México. Esta ciudad es reconocida internacionalmente como una Ciudad Santuario, y lo es, definitivamente.
Alguna vez escribí sobre mi ciudad que es Sodoma y Gomorra, el paraíso que nadie imaginaba, porque aquí caben y conviven la monja y el darketo, el indígena y el millonario, caminando por las mismas calles en paz, sin que se piense demasiado a menudo en matar al de a lado. Crecí, además, en Coyoacán, un lugar que se caracteriza por la increíble cantidad per capita de artistas, de intelectuales y de libre pensadores. Sí, es un buen lugar para vivir mi ciudad.
Aquí, la palabra tolerancia es importante, está en nuestra cultura y le damos una relevancia primordial: la tolerancia, lo entendemos, es quizá la parte más importante de la paz, de la convivencia en armonía que, más allá del caos, del esmog y los embotellamientos, de las caídas del metro y de las manifestaciones, nos caracteriza y hace que éste sea un lugar agradable para vivir, a pesar de los cinco años de vida que la contaminación nos quita y de esa sensación de agradecimiento por vivir un día más que se tiene cada que salimos del transporte público. La tolerancia nos hace una gran ciudad, tanto como nuestros museos, nuestra vida nocturna, nuestra poesía que vive en cada esquina, en los lugares más inesperados.
Cuando yo era una adolescente, la tolerancia era aquéllo sobre lo que se discutía en los cafés, en las mesas de los comedores de las universidades. Hoy la discusión ha migrado hacia la igualdad, es decir que nos hemos centrado más en ser iguales que en aceptar las diferencias de los demás, pero en aquél entonces lo teníamos claro: las diferencias son las que hacen que las conversaciones, la vida y caminar por la calle sean asuntos agradables. Me gustan las diferencias, como a casi todos los de aquí. Me gusta saber que hay otros mundos, otras vidas, otras identidades. Cuando todos se me parecen, la conversación también y entonces ya no tengo de qué hablar y comienza a aburrirme el mundo. Para ser yo misma, para ser libre, necesito que otros también lo sean. Y por supuesto que esas diferencias, esa libertad, a veces tendrá cosas que no me agraden, que sienta la tentación de rechazar.
En el día a día no siempre es fácil convivir con gente de otros países, por ejemplo, porque tienen distintas maneras de ver el mundo y comunicarse, y a veces chocamos entre sí. Mi vecina venezolana es y siempre ha sido un dolor de cabeza (y yo creo que Venezuela tiene mucha suerte de haberse librado de ella, pobres de nosotros), pero eso no hace que piense que los venezolanos son gente a evitar. Porque por esa mujer, conozco a muchos otros venezolanos que me agradan y con los que convivo habitualmente, que hacen que mi día sea más agradable y cálido. Si no quiero que me traten como una narcotraficante porque soy mexicana, es buena idea no tratar a nadie diferente sólo porque procede de un país o de otro.
Hubo un momento en la discusión sobre la tolerancia, tendrá unos quince años de esto, en que el tema candente era ¿hasta qué punto hay que ser tolerante? ¿Debemos tolerar a los nazis, por ejemplo, y permitir que maten a otros porque son de otra raza? ¿y a los pedófilos, que violan niños pero también destruyen no sólo infancias, sino nuestro futuro como sociedad, ya que esos niños son parte de ella, y sus familias y sus amigos? Mi conclusión al respecto fue que, en lo personal, sólo soy intolerante ante la intolerancia. Y a aquéllos que dañan a otros con la intención de hacerlo. Como hija de un psicópata, sé de lo que hablo: hay gente que de verdad disfruta jodiendo vidas. Y a esos pues no, no creo que haya que tolerarlos, ni permitirles vivir su estilo de vida en libertad, puesto que su estilo de vida pasa por lastimar a quien tengan enfrente.
La legendaria tolerancia de la Ciudad de México se ha visto a prueba en los últimos años. Primero que nada porque atravesamos por un genocidio, ni más ni menos, en contra de la gente como yo. Nuestro genocidio no fue por el color de nuestra piel, ni por el país de procedencia, por nuestra cultura o nuestro idioma: se exterminó a la bondad. Durante el peñismo, si eras de izquierda, comprometido con la sociedad y querías ayudar, tenías algunas pocas alternativas: irte del país, si tenías amigos o recursos suficientes (y el cine estadounidense le debe mucho al éxodo), esconderte, como hice yo, o morir torturado y luego ser desaparecido por las autoridades. Pero el genocidio contra la izquierda, felizmente, no cuajó entre la sociedad. Al final a la mayoría no le parecía tan grave que nos gustara Silvio Rodríguez y Serrat. Que quisiéramos ayudar a la gente. Al final la sociedad nos apoyó, dentro y fuera del país, y la mejor prueba de eso es que Peña Nieto no tuvo un día de paz. Parecía muy aliviado de tener que entregar el poder a López Obrador y no tener que dar el Grito de Independencia (momento de máximo terror para él y su mujer) nunca más. Tan traumatizado quedó y tan odiado es que terminó exiliándose a España, donde ahora vive para horror de los españoles (pobrecillos, les mandamos a nuestro alacrán).
Al final la izquierda se impuso y convenció, después de seis años de iracunda lucha ininterrumpida, a su candidato por excelencia: López Obrador. Él había prometido meter a los militares a los cuarteles (cosa que hasta los militares exigían), frenar la guerra, traer la paz. Y cuando él subió, las canciones de protesta volvieron a sonar por las calles. En mi ciudad, la gente tuvo tres meses de absoluta dicha y seguridad. Se abrazaron, se besaron. Pensaron que había pasado lo peor.
De si nuestro gobierno actual es de izquierda o no, no voy a hablar en esta ocasión, porque no es el tema que quiero tratar. De si estamos bien o no, tampoco, porque me parece evidente que no lo estamos. Pero de lo que sí quiero hablar es de la izquierda, al menos ideológica, que defiende López Obrador, y que no es exclusiva de él, sino producto de toda una corriente de pensamiento que hay aquí.
A los mexicanos nos encanta ser los buenos de la historia. Amamos ser los que no invaden a nadie, el país en el que quien se queda lo hace voluntariamente, y en el que quien se va, como lo hizo alguna vez el estado de Yucatán, siempre puede regresar y ser recibido con agrado. Uno de los reguladores más bonitos de nuestra sociedad es que entendemos cuando empezamos a sonar como los malos, y nos calmamos. Los malos son los fascistas, los malos son los interventores, los conquistadores. Y nadie quiere ser eso aquí. Lo tenemos claro.
Por eso el fascismo siempre ha tenido problemas para instalarse en nuestro país: la idea no cuaja porque nos recuerda demasiado a Hitler, a Franco, a Pinochet. Y como aquí oímos mucho sobre Hitler, y recibimos a los adorables chilenos exiliados, y a los maravillosos artistas y pensadores españoles republicanos, tenemos claro de qué lado estamos. El contrario a los fascistas y punto.
Sin embargo, casi nadie sabe que de hecho hubo una curiosa corriente de pensamiento fascista en México, allá por los años de la post-revolución. El famoso Vasconcelos, y muchos otros grandes pensadores, opinaban con furia que, efectivamente, había que mejorar la raza del mundo, y que eso se debía de hacer a través de la limpieza étnica de quienes no fueran de la raza elegida. El pequeño problema es que en mi país nos gusta mezclarnos, así que no es fácil encontrar a esa raza. La solución de aquéllos intelectuales fue subrealista, como todo en México: la raza elegida era, según ellos, la mestiza (es decir, la raza desaparecida, la raza mezclada una y otra vez, de generación en generación y de cama en cama).
Esta corriente de pensamiento, profundamente xenófoba, se centraba en la maldad de los españoles que nos habían conquistado, y que según su reescritura de la Historia, habían quitado la tierra a los indios, pobres y estúpidas criaturas que fueron conquistadas con unas armas ineficaces (hay que ver la de tiros que falla un arcabuz) y con caballos, que los asustaban porque pensaban que eran parte de los hombres. Y no se dieron cuenta los pobrecitos de que el español se bajaba. Y de que eran como quince, cuando nuestras ciudades tenían cientos de miles de habitantes cada una.
Por supuesto, como pasa siempre con el fascismo, esta reescritura de la Historia Mexicana como una historia de españoles despojando pobrecitos indios tenía su razón práctica de ser. No en vano el gobierno la enseñó en las escuelas (y lo sigue haciendo a un siglo de distancia), y pagó a todos esos maravillosos muralistas, comunistas que vivían vidas de millonarios en el exclusivo rumbo de Coyoacán, para que la reflejaran en cuanta pared encontraron (lo que era importante en un mundo analfabeto: había que convencer a los que no sabían leer). Y la razón es inesperada y sorprendente.
Resulta que, de la no muy defendible variedad de conquistadores que había en la época, los españoles eran los que más se salvaban en esto de tratar a sus recién conquistados. Eran extremadamente católicos, no por nada a Isabel y a Fernando se les decía los Reyes Católicos, y aunque Fernando era bastante cínico, Isabel, no. Ella creía en la bondad, en servir a sus súbditos y en mantener limpia su alma para irse directito al cielo, así que no tuvo ningún empacho en matar, expulsar y torturar infieles (judíos y musulmanes), que conociendo al verdadero Dios (palabras suyas), decidían no hacerle caso y seguir con su Dios falso y abominable. Pero cuando se conquistó América, las cosas cambiaron. Estos nuevos súbditos no conocían a Jesús, y tampoco es que pareciera que tenían algo en contra de él. De hecho, en la Ciudad de México, fueron mundialmente famosas las largas filas que hacían, días y días, los indígenas, a veces pueblos enteros venidos de lejos, para poder bautizarse en la nueva fe (los pobres indígenas no tenían idea de lo que era el monoteísmo, y desde su punto de vista politeísta, parecía lo más lógico adoptar como nuevo dios principal al que los había derrotado con tanta velocidad. Lo de rechazar a sus antiguos dioses ni siquiera entraba en su cabeza). Entonces, ¿era válido matar a estos también, esclavizarlos, quitarles sus tierras?
El tema preocupó tanto a Chabelita que hasta hizo lo que hoy conoceríamos como coloquios y ciclos de conferencias al respecto, con lo más granado de la intelectualidad de la época. Se discutió por todos los ángulos, se pensó y razonó… y la conclusión fue que no, no tenían derecho a despojarlos. Que los indios, llamados así por el error de Colón, no eran ni más ni menos valiosos que los madrileños o los andaluces. Y que la realeza debía respetarse. Y que los territorios, también. Cuando nos conquistaron, Chabela ya era un espíritu volador, comprobando si había cuidado suficiente su alma para ir al cielo, pero su nieto, Carlos V, a pesar de no haber crecido ni con ella ni con su hija, Juana la Loca, estaba convencido de que la abuela tenía razón y respetó los lineamientos de ésta.
La historia del siglo XVI de nuestro país (o de la parte ya conquistada de éste) debe entenderse como la lucha intestina entre los marineros conquistadores (que se reconocen como los primeros empresarios capitalistas de la historia) y la Corona Española, decidida a hacer valer los derechos de sus súbditos, incluidos los indios, le gustara a los capitalistas o no. Las masacres que, efectivamente existieron, fueron frenadas, por ejemplo, cuando la nobleza indígena, de taparrabos y penacho, se subió a un barco a acusar a los españoles por los abusos. La Inquisición, por ejemplo, perdió la jurisdicción sobre los indios después de que quemaran a Carlos Ometochzin, cacique de Texcoco (cargo que se le dio puesto que era el heredero del reino antes de la llegada de los españoles) por no practicar la religión católica, aunque en realidad fue porque se defendió tan bien (en latín, y utilizando la lógica de la Biblia y el Derecho Romano) que los inquisidores no hallaron peor castigo que quemarlo. Los nobles texcocanos fueron a ver al Rey, que los recibió rápidamente, y los mandó de vuelta a la Nueva España junto con la Real Cédula en que Felipe II le quitaba el poder de juzgar indios a la infame institución.
Al final la cosa quedó así: los conquistadores lograron quitarle tierra a los indios, cierto, pero la mayor parte de sus tierras las conservaron. Después de una cantidad interminable de juicios (existen registros en los que los funcionarios españoles se quejan del amor por litigar que tenían los indios, que nunca antes habían experimentado la libertad de defenderse en igualdad de condiciones ante los funcionarios de gobierno), a lo largo de trescientos años, la Corona fue concediendo tierras a las comunidades (recordemos que antes de que llegaran los españoles, no había propiedad privada), y las concedió ni más ni menos que a perpetuidad. Para siempre jamás. Tan para siempre jamás que hoy en día, cuando tienen que defenderse, sacan esas mismas concesiones españolas para defenerse de la voracidad capitalista de sus paisanos y de los extranjeros por igual. Probablemente por esta razón, entre otras, fue por la que los indios, cuando nuestro Padre de la Patria Miguel Hidalgo y Costilla se levantó en armas, también se levantaron en armas ¡a favor de la Corona y en contra de los revolucionarios!
Y la verdad es que la Historia les dio la razón, hicieron bien intentando detener a los criollos, porque la Independencia fue lo peor que les pudo haber sucedido: muy pocos años después de ganar, un indio como ellos, Benito Juárez (otro ilustre héroe de la Patria) declaró que retiraba la propiedad comunitaria. Esto nos lo venden como que le quitó las tierras a la Iglesia (que eran un montón, la gran mayoría del territorio mexicano), y es cierto, pero lo que no nos cuentan es que también se las quitó ¡a los indios! Así es, el despojo del que se habían salvado por tres siglos vino ni más ni menos que de fuego amigo.
Ahí no quedó la cosa, porque unos años después, otro indio (y curiosamente de la misma región), éste identificado como el Gran Villano de la Nación, Porfirio Díaz, terminó de despojarlos de lo que habían logrado conservar. Y así fue como tuvimos “ranchitos” del tamaño de Chihuahua y Durango (una sola propiedad era más o menos del tamaño de Alemania y Francia juntas), que se repartieron entre los amigotes del dictador. ¿Y los indios? Trabajando como esclavos en las minas, siendo movilizados en lo que hoy conoceríamos como genocidio cultural, de Sonora a Yucatán (el equivalente de mover a toda una población de España a Rusia), de peones casi esclavos en las Haciendas, con hambre, deudas y derecho de pernada. Así que hubo revolución.
Zapata, cuando gritaba ¡TIERRA Y LIBERTAD! No estaba gritando ¡malditos españoles que hace tres siglos nos quitaron las tierras!, estaba gritando ¡ESTÚPIDO BENITO JUAREZ Y PORFIRIO DÍAZ QUE LE QUITARON LA TIERRA A LOS AMIGOS DE MI PAPÁ! Y la revolución se ganó, y los antiguos gobernantes se fueron… la cosa es que la tierra no se le regresó a los indios, que tenían derecho sobre ella, repito, a perpetuidad. No. se repartió entre los nuevos generales, políticos y ganadores de la guerra, que ya se sabe que oportunistas siempre hay.
Así que los indígenas, ya podemos usar ese término, estaban furiosos. Y había que calmarlos. Todavía hoy se escucha el grito ¡Zapata vive, la lucha sigue!, así que el gobierno, seamos claros, estaba en peligro de que se le alzaran todos esos veteranos de guerra por no repartir la tierra como se suponía que iba a hacer. La estrategia fue simple: echarle la culpa a quien no podía defenderse. Y el más cercano era, claro, el español.
La idea cuajó, principalmente porque nos la meten desde que tenemos tres años en la escuela. Y se identificó como una idea de izquierda porque Diego Rivera, Frida Kahlo, Orozco y Siqueiros decían que lo eran, aunque se podría escribir un libro sobre los comunistas con vida de burgueses de nuestro país. Al final eran artistas al servicio del Estado, diciendo lo que el Estado les pagaba por decir. Muy lindos los murales, lástima del daño social que nos han causado. Porque no sólo nos convencieron de que los españoles fueron malos, sino también, como decía al principio, de que el mexicano es débil, estúpido. De que nos vieron la cara cuando cambiamos oro (que en Mesoamérica no tenía ningún valor) por cuentas de vidrio (que aquí no existían y eran completamente novedosas, por lo cual eran un verdadero tesoro). De que cien soldados pudieron conquistar a la bola de personas que ya por aquél entonces éramos. Y de que nos tragamos lo de los “hombres-bestia” aterradores porque iban en caballos ¡por favor!
Pero ese odio al otro, que encima está lejos, muy lejos de nosotros, es conveniente para el gobierno. Porque le permite, como le permitió hace un siglo, exculparse a sí mismo de sus propias ineptitudes: la culpa no era del gobierno que se robó la Revolución, y no lo es del actual que incumplió las promesas con las que llegó aquí, noooo. La culpa es de los malditos españoles que hace 400 años nos quitaron las tierras y nos volvieron los pobrecitos violados de la Historia Universal. Qué manera tan indignante de no aceptar las responsabilidades, denigrándonos a nosotros mismos en el camino. No somos, y nunca hemos sido los agachados. No somos, y nunca hemos sido los conquistados. Somos los duros, los bravos, los revolucionarios que sabemos también vivir en paz. Pueblo de guerreros incansables que, siéndolo, prefieren la paz y sólo luchan para defenderse. Pero que tengamos conciencia de eso asusta al gobierno, porque si lo hiciéramos, con toda certeza nos defenderíamos de sus embates.
Esta semana atacada en Mastodon por hablar de cambios sociales y estrategias para el futuro con un amigo español. Y fui atacada por un mexicano. Un nuevo seguidor. Cuando le expliqué que los españoles trajeron conquistadores, pero también a Buñuel, a León Felipe y a tantos más, que su cultura y su bondad hicieron nuestro país tanto como nuestra propia cultura, me llamó Malinche. Y hasta ahí llegó el límite de mi tolerancia. La Xenofobia, léase claro, es mi límite: no tolero al intolerante, por más que el intolerante se identifique a sí mismo como una víctima (siempre lo hace) o crea de verdad las mentiras que alguien contó con el fin único de manipularlo y explotarlo. Así que con toda pena debo decir: siempre estoy muy orgullosa de ser mexicana, pero hoy… hoy no.
Lupita
Leerte hoy ha Sido ilustrativo
Gracias