Cuando era una niña, en casa era difícil caminar sin encontrar un libro. Los pasillos, las cabeceras de las camas, los muebles de la sala e incluso una habitación estaban tomadas por ellos: los arcones del tesoro, guardianes de historias ocultas y misteriosas. Mi infancia pasó entre ellos, atrapada por sus títulos intrigantes, preguntándome cada vez que los veía qué historia estaría detrás de esa inocente pasta, de ese título a veces divertido, a veces conmovedor: “Que se mueran los feos” convivía, lomo a lomo con “Instrucciones para vivir en México”; “Son vacas, somos puercos” con “Nos imputaron la muerte del perro de enfrente”; “El llano en Llamas” con “Estoy en Puerto Marte sin Hilda”. A veces me sentaba en los pasillos, o en el estudio, sobre la alfombra, a imaginar historias partiendo de esas sugerentes invitaciones, e incluso llegaba a lamentar el inevitable momento en que mi curiosidad me vencía y terminaba leyendo el libro. Ya nunca más sería un misterio, ya sólo cabría, para ese título, la historia que alguien más había imaginado, y las mías, tan profusas, tendrían que ser relegadas para siempre al momento anárquico de los sueños.
Si yo tuviera dinero, si fuera de verdad rica, iría a la librería y compraría todos los tomos de todos los libros, y año con año compraría todos los que fueran saliendo. Ya sé que no puedo leerlos todos, y que para cumplir mi desquiciado sueño necesitaría comprar mansiones y mansiones para llenarlas de libros, pero todos tenemos nuestras manías y nuestros sueños imposibles. El mío está lleno de páginas, de lomos con títulos que me inspiran más dudas que respuestas, de portadas que me hacen detenerme un ratito tan sólo a verlas, olvidada por completo de las palabras que hay adentro.
Si yo tuviera dinero, si fuera de verdad rica, abriría al que quisiera entrar todas y cada una de esas mansiones y , como una loca, como una excéntrica, me sentaría en un pequeño banquito a leer en voz alta uno a uno los libros de los estantes, invitaría a niños y adultos, usaría un micrófono para que lo escucharan en la calle… porque los libros, ¿saben? no son para leerlos a solas, son para escucharlos todos juntos, para vivirlos en compañía. Es algo que he descubierto con el tiempo, leyendo mi poesía. Que la pausa entre que yo termino el capítulo de un libro apasionante y el tiempo que tardo en convencer a mis amigos y familia de leerlo es desesperante. Que me molesta tener que reírme sola de las bromas nuevas que un libro me ha dejado (como aquella risa tonta cada vez que veo hormigas, gracias a David Safier, o la sonrisa incoherente cuando pienso en las “estatuas pornográficas de Reforma” que con tanto tino describió Ibargüengoitia). Que cuando leemos todos, en conjunto, cuando nos sentamos a escuchar todos el mismo libro, sucede lo mismo que cuando va uno al cine: se ríe más, llora más y se emociona más que cuando ve la película en su celular en el metro. Leer debería tener su momento y ser un espacio social, para compartir sueños, historias, risas, llantos y conversaciones. Debería ser un pretexto para encontrarnos, todos los días, un ratito por la tarde.
Y por eso, al descubrirlo, decidí poner manos a la obra. Algunos de ustedes, cuando leen esto, ya saben que ahora he decidido volverme una voz, una entre muchas, que lee un capítulo cada día del libro que quiero que todos tengamos en la cabeza, más que nada para que alguien (todos ustedes) pueda entender esa parte íntima y profunda de mí misma que ése libro dejó en mi interior. Y para volver a leerlo, porque lo amo. Y para poder ir por la calle, cada día, pensando, imaginando, como antes hacía con las historias de la vieja casa-biblioteca, cómo escuchan ustedes el libro, en lo que estarán pensando. Algunos me han dado valiosas pistas (hay quien lo escucha acostado, hay quien lo hace mientras trabaja y otros más que se sientan con sus hijos o con su familia), y mi imaginación, siempre amante de crear historias, rellena los huecos. Los imagino en el transporte público, viajando en sus mentes a un mundo blanco y negro. Los imagino por sus calles, caminando o en bicicleta, a escondidas en el baño. Y en ese momento, por ese breve instante, todos ustedes y yo misma, a la distancia, estamos juntos, siendo fascinados por la misma historia, preocupados por el mismo niño que sólo existió en la imaginación de una escritora, hace décadas, que quiso contar una historia y también hablar de ella, de su dolor y de su desconcierto ante un mundo cambiante. Es hermoso, es perfecto, y cada día, a la mitad de las horas, me hace sentir que estoy menos sola.