(esta entrada fue publicada originalmente en mi blog de rant.li el 29 de abril del 2023)
Hoy es sábado, pero no es cualquier sábado, no para mí. Hoy, queridos mío, es uno de esos sábados que deberían quedar grabados con letras de oro en el calendario, o al menos, ya que soy pobre, inscrito en una humilde tablilla de arcilla que algún incendio haga inmortal. Hoy es el día en que vuelvo al escenario.
Dos fechas quedarán marcadas para mí sobre el tema. La primera es el 3 de abril, el día que abrí mi cuenta de Mastodon, y que fue el momento en que me lancé a la loca aventura de volver a ser escritora, y hoy, 29 de abril, el día en que Renazco. Suena dramático, ”renacer”, pero es un verbo exacto. Para mí los escenarios son tan vitales como el aire, tan indispensables como el agua, y cuando no los tengo algo pasa en mi organismo que transmuto y dejo de ser una persona completa y despierta, me transformo en una hibernante que va por las calles sólo transitando.
Soy hija de un hombre, que a pesar de su trabajo de oficina, amaba los escenarios. Papá era, de joven, un actor excelente, según cuenta la familia, un pastor metodista que contaba cuentos a los niños (antes de ser expulsado de la Iglesia Metodista por revolucionario) y, me consta porque lo vi en acción, un tremendo lector de poesía en atril. De cuando en cuando se sentaba a leerla ante un público minúsculo y entusiasta, conformado por mamá en los cinco años que estuvieron juntos, y por mí, especialmente cuando viví con él, en la adolescencia. Sus poemas fluían entonces como el río más hermoso, a veces quieto y manso, a veces revuelto y salvaje. Yo podía estar toda la noche escuchándolo, saboreando cada verso, con los ojitos bien abiertos y el corazón lleno de admiración y de orgullo, con ese amor que una chica sólo puede sentir por su padre. “Cuando sea grande, me decía, voy a escribir así, y luego voy a leer mi poesía justo como papá lo hace”.
Un día, en la prepa, hicieron un concurso de oratoria, y supe que era momento de homenajear a mi sacrosanto ídolo poético. Papá había hecho una edición casera de sus versos, un librito de publicación limitadísima que ocupó el estante de honor de la familia. Yo decidí que, por mucho que amara a otros poetas, ninguno de ellos tenía el toque de orgullo familiar que me inspiraba mi padre, y que si iba a leer poesía en frente de un montón de desconocidos, iba a ser de alguien que llevara mi sangre y mi apellido.
Papá estaba extasiado con la decisión de su hija la más pequeña. La alegría se le salía del pecho y lo demostró como se demuestran esas cosas en la familia: tomándoselo muy en serio. Se sentó conmigo un mes todas las tardes y las noches a practicar la lectura de sus versos, y de paso me enseñó todos los gajes del oficio. Aprendí, con grandes trabajos y frustraciones, a decir ¡ah! como un suspiro, largo y sostenido, que poco a poco se va extinguiendo. A no cambiar ese ¡ah! por un ¡oh! sarcástico, tal vez un poco sorprendido. Me dio ejercicios con el lápiz para lograr la dicción perfecta y me enseñó a darle a la poesía el tiempo que se merece. La pausa dramática, la mirada inteligente. Como el carpintero que enseña a su hijo favorito el arte de construir hermosas mesas, así mi papá me enseñó a darle vida a los poemas. Y con el respeto sagrado con que el hijo aprendiz toma por primera vez el serrucho y el martillo, así llegué yo a aquel concurso. No gané, por cierto, principalmente porque nadie conocía al poeta y el estilo de lectura no era suficientemente engolado para el gusto de los jueces, pero gané algo más que un premio: gané un oficio, ni más ni menos que el más importante de mi vida.
Es justo decir que soy escritora, que soy poeta, pero también soy algo más: soy lectora de poesía. Es un arte por sí mismo y tiene su mérito propio, aunque es un oficio casi sin nombre en nuestros días. En el pasado, cuando la gente no leía, allá en la lejana Grecia de los pensadores y la democracia, los lectores de poesía iban de ciudad en ciudad a leer o a recitar poesía, cuentos, leyendas. La gente se aglutinaba en el teatro como hoy lo hacemos para ver a Café Tacuba, a Serrat, a Shakira o a los Rolling Stones. Y el orador recitaba con una magia tan pura que sus palabras mostraban colores y rostros, y todos se sentían hermanos escuchando aquellos poemas tan hermosos. Ahí debo haber estado yo, en otra vida, haciendo justo lo que hago ahora pyara sentir que vivo.
Pero que no exista el oficio ya de lector de poemas no significa que haya desaparecido el gusto por escucharlos. Soy de la generación que vio, con ojos maravillados, al gran Sabines llenar las Islas (el centro de reunión de la UNAM, a escasos minutos de mi casa, un gigantesco jardín rodeado de unas ocho facultades) y el Zócalo. Para nosotros, en aquel entonces, la poesía llegaba mucho más por los oídos que por los ojos. Amo los libros de Sabines, por supuesto, pero sus grabaciones siempre me llevan a lugares encantados, a emociones nunca antes inventadas, a los mil y un recuerdos que se encierran en la música de su poesía.
Qué suerte la mía, qué suerte tan espléndida, haber crecido rodeada de tanta poesía sonora. Yo soy, por supuesto, aprendiz de todos ellos, aunque nunca Maestra. Pero me siento feliz así, con mi pequeño talento, con mi tremenda herencia, haciendo lo que puedo por llenar de poesía los más inesperados rincones.
Hoy, ya les digo, comienza la primavera y, lentamente, abro los ojos después del largo sueño del invierno.
¡Buenas letras!