Hoy quiero escribir una entrada un poco distinta de lo que escribo habitualmente. Generalmente aquí hablo sobre mi vida, sobre los últimos acontecimientos que pasan en mi desvencijado cerebro, o en mi tonto, necio y torpe corazón, que es el que gobierna mis pensamientos a últimas fechas. Pero hoy alguien me ha puesto un reto, un reto literario, que son, claro, mis retos favoritos. Se trata de una de mis mejores amigas de Mastodon, una de esas personas que llevan la luz en el nombre: Irini @si_irini@mastodon.social, cuyo nombre significa ”paz”, y es el nombre más apropiado que puedo encontrar para su tremenda sabiduría y bondad.
Hablando sobre el arte, y especialmente la poesía, Irini dijo algo que me dejó pensando: ella cree que el problema con el mundo y la poesía es que ”usamos las palabras, no las amamos ni las celebramos”. Y luego me invitó a escribir sobre eso aquí, mientras ella hará lo mismo por su cuenta.
Así que empiezo.
Hace tres mil años hubo un filósofo, cuyo nombre nunca consigo recordar (¿Diógenes, quizá?) que vivía en la calle, en un barril, en la Grecia de Irini. Ese filósofo un día estaba tumbado mirando al cielo cuando el gran Alejandro Magno, que en ese entonces aún no conseguía el ilustre apodo, llegó a verlo como cualquier adolescente rico de hoy en día puede ir a ver a su estrella pop favorita. Alejandro, con gran respeto, se paró frente a él y le dijo que le pidiera lo que fuera, porque él iba a dárselo. Puesto que era un príncipe, quedaba claro que podía cumplir su promesa. Pero el filósofo se le quedó viendo un momento y contestó, palabras más, palabras menos:
– que te quites, porque me tapas el sol
En aquel entonces, y para aquel filósofo, claramente sus ideas valían bastante más que todo lo que Alejandro le podía ofrecer: riquezas, imperios, poder. En su bendita libertad, ver el cielo era lo único que quería hacer, y seguramente su cerebro, tranquilo y despreocupado valle fértil, estaba sembrando palabras amorosamente, palabras que luego cosecharía en forma de magnífica filosofía. Me imagino, porque como siempre olvido su nombre, confieso que no lo he leído. Tampoco sé si escribió algo, pues era la época en la que la escritura era un tema polémico, y grandes pensadores, como Sócrates, se negaron a dejar sus escritos para la posteridad.
Sea como fuere, el caso es que en la antigua Grecia los pensamientos no tenían que servir para algo. Pitágoras, al investigar sobre los números, no pensaba en edificios y en automóviles, en llegar a la Luna o en tuberías y excusados, sino en investigar a la divinidad, en llegar a lo sagrado a través de los números. Pensar, en aquel entonces, servía para sacar conclusiones, para reflexionar, para ser divinos o al menos acercarse a los dioses del Olimpo.
De unos siglos a la fecha, las cosas han cambiado, a ritmo acelerado y sin que lo podamos controlar. Hoy en día se nos ha implantado en la cabeza, por alguna peregrina razón, que todo ha de servir para algo. Trabajar, nos vienen diciendo desde la Reforma, es una virtud, la única forma de llegar a la santidad, porque cuando no estás trabajando por tu mente pasan un montón de ideas pecaminosas que más valdría dejar de lado. Diógenes, si es que era él el filósofo del barril, hoy en día sería un pecador. Si no estás haciendo algo de utilidad, entonces no estás haciendo nada. Y no hacer nada es tan malo como hacer algo terrible, porque estás ”perdiendo” el tiempo y ya no eres útil para la sociedad. Pero ¿alguien puede explicarme claramente qué es el tiempo? Yo estudié cinco años Física, usé gran cantidad de fórmulas y ecuaciones con él, y lo único que pude concluir es que el tiempo, para ser tan mentado, es imposible de definir. Tal vez porque es inexistente, o quizá una paradoja que aún no nos percatamos de que existe. Pero si ni siquiera puedo decir qué es, ¿cómo puedo usarlo? Si no puedo tenerlo, ¿cómo puedo perderlo?
Yo sé que el tiempo era diferente a mis 10 años (lento y viscoso), que cada vez me recuerda más a un tren de alta velocidad donde alguien olvidó poner paradas para bajarse y descansar un momento. Y a mis 37 años he llegado a la conclusión, abrumadora como es, de que el único tiempo que he aprovechado sabiamente fue el que dediqué, precisamente, a perderlo.
No puedo recordar sino vagamente y en conjunto todos esos días que utilicé en el pasado para hacer algo de utilidad: largas horas de tedio y estrés, de la cabeza metida entre libros llenos de ecuaciones, intentando entenderlas; o en lecturas complicadisimas intentando sacar conclusiones acertadas en los treinta segundos que tenía para reflexionar entre una y otra en los años que estudié historia. Horas y horas cargando cajas, atendiendo gente, sufriendo jefes insufribles, sacando copias, vendiendo gelatinas, palomitas, atendiendo teléfonos, haciendo comida rápida, cobrando estancias de hotel en un cuarto diminuto que alguien llamaba ”recepción”. Ninguno de esos recuerdos me dejó algo más que ojeras, cansancio y dinero. La universidad, claro, conocimientos. Pero tantos y a tal medida que no estoy segura de haberlos podido digerir con la reflexión que los grandes filósofos merecen.
En cambio, si pienso en aquellos momentos en que perdí el tiempo, ¡qué distinta sensación ! Puedo evocar con placer y cuidado cada hora que pasé tumbada en el pasto viendo las nubes, o la maravilla conmovedora de aquella vez que escuché Cármina Burana en el CENART. La conversación con un desconocido en la fila de ese concierto sobre Nietzche, o las veces que mi madre y yo salimos a tomarnos fotografías divertidas con las solemnes estatuas de Coyoacán. El sabor de cada helado que he disfrutado,el sabor también de cada beso que se tardó lo que se le dio la gana en empezar,en desarrollarse y en terminar. En mi primer noviazgo, estaba tan pasmada por el amor que mi novio y yo apenas dijimos palabra en una semana, de lo ocupados que estábamos viéndonos y suspirando. Fueron esos momentos los que me hicieron. Fue en esos momentos en que estuve viva.
¿Para qué sirve la poesía? Es una pregunta que todo poeta de nuestros tiempos se hace constantemente, a veces porque trata de responderle a todos los que le llaman loco, inmaduro, bueno para nada, desubicado social, solterón y fracasado; y otras veces, porque angustiado, empieza a notar que efectivamente no tiene dinero, efectivamente no se parece a sus amigos de la prepa: el doctor que salva vidas, el abogado que rescata gente de las garras terribles de la policía, el empresario que ya ha fundado tres compañías y va por la cuarta. Otras veces nos lo preguntamos con cierta culpa, con cierto aire de niños haciendo travesuras que van a ser descubiertos tarde o temprano, porque dedicamos gran parte de nuestro día, como el filósofo griego, a ver el cielo apoyados en nuestro barril y no deseamos sino que no nos tapen el sol y no nos distraigan. Esperar a las musas se parece demasiado a perder el tiempo.
Sólo se puede ser poeta si se dedica un rato considerable, cada día, a rascarse la panza. La poesía no surge entre llamadas de teléfono, notificaciones de Whatsapp, memorandums, mails de jefes gruñones y juntas y juntas y juntas de Zoom. Si se tiene la cabeza en mil lados, la poesía se pasma, se enoja y se indigna, y se va a otro lado a buscar a otro humano que sí esté dispuesta a darle su tiempo y su espacio. La poesía sólo puede vivir en lo vivo, en lo intensamente vivo, en aquellos que aman y celebran cada cosa: las piedras, los bosques, las ranas, las mariposas y las cucarachas.
Irini me hizo entender que tal vez la poesía, efectivamente, no sirve para nada. No hace casas, ni engorda carteras, ni paga las cuentas, porque está más allá de eso: la poesía festeja lo importante, lo celebra, lo ama y lo ensalza. Nos recuerda, en nuestro ritmo frenético, que cuando corres no puedes disfrutar del paisaje, que mientras más veloz es el trayecto, el viaje parece más una aburrida mancha. Que si se camina lento, paseando por la existencia, no se llega lejos, es cierto, pero se llega feliz y satisfecho, y que la vida debería tratarse precisamente de eso. Que la quincena y el jefe y el celular y la casa en el barrio elegante no nos sirven para nada que importe, y que hay alguien, el poeta, que vive sintiendo, soñando y pensando, amando y sufriendo.
Yo creo que por eso en las dictaduras, los poetas siempre somos los primeros a los que matan.
Hoy he tenido un rato para leerte , despacio , saboreando las palabras dándole el tiempo que merece a la parte de tu alma que dejas en cada narrativa , gracias por decir lo que uno en su mundana forma de ser no sabe explicar pero que en el fondo del.alma sabe .
Que el tiempo mejor usado es el que dedicas a ser más que a tener, amo leerte y hoy que tengo cabeza y tiempo me deléitate viendo tu vídeo ,escuchando y aprendiendo
Un abrazo fuerte
Amiga! Pues sí, en estos días de locura que he tenido últimamente lo que más ha faltado es justo eso, tiempo. Creo que todos estamos igual, pero es vital aprender a darse esos momentos de paz y silencio, de reflexión tranquila y absoluta relajación. Qué infinito placer saber que dedicaste ese tiempo a leerme, tienes razón, la parte más vital de mi siempre se encierra en este blog, y me encanta saber que la magia del Internet hizo que pudiera platicar contigo a través del tiempo y el espacio.
Un abrazo enorme!
Me encanto la historia de Diógenes y si, siempre lo digo: el ideal vale más que cualquier cosa y no es negociable.
Saludos, mi querida Lupe.
es lo que más importa y no debemos de perderlo. Perder los ideales es perderse a uno mismo, y lo único que vale la pena perder en esta vida es el tiempo 😉
saludos y apapachos!